Le di un puñetazo a la ventana.
Me asomé y vi a todas las golondrinas
revolotear entre las azucenas (iguales a las
que le llevo a mi madre al cementerio).
La inscripción hablaba de una forma
un tanto extraña. Desconocida.
Pero luego nos hicimos amigos.
Menguaba,
como Alicia en el país de las heridas.
La sangre brota, dije mientras el público
(aquel que aplaudía entre las sombras
de mi cinematografía siempre interrumpida)
enloquecía como ella,
la sociópata,
la urbófila de mierda.
Cerré los ojos sobre los que pasó
una cuchilla hace tiempo.
Un perro ladró desde afuera.
En mi habitación yo estaba cómodo,
pero otra vez sucedió lo irrisorio:
vino el vidriero, no sabía de vendajes.